Queridas y escasas (pero selectas) lectoras:
Sí, lo sé. He desaparecido más que los calcetines en la lavadora. Y no, no ha sido porque me haya fugado a una isla paradisiaca a tomar mojitos y filosofar sobre la vida. ¡Qué más quisiera una! La razón de mi ausencia es mucho más mundana, real, y ligeramente desesperante: NO. ME. DA. LA. VIDA.
¿Sabéis esa sensación de tener la cabeza como un Google Chrome con 53 pestañas abiertas, de las cuales 48 están sonando al mismo tiempo? Pues bienvenida a mi semana. Y mi mes. Y, básicamente, mi vida entera.
Entre entregar el último trabajo del semestre de la universidad, que, por cierto, parecía más una tesis de la NASA que un studio científico de final de semestre, volver al trabajo con cara de “todo bien” mientras me preguntan si dormí algo (JAJAJA, qué graciosos), la niña que está a punto de cumplir 5 meses y sigue creyendo que la noche es para hacer fiestas… y una pareja que también demanda atención humana, como si tuviera baterías para todos… simplemente, he implosionado.
He llegado a ese punto en que una ducha de 5 minutos sin interrupciones me parece un retiro espiritual. Y ni hablar de sentarme a escribir con calma. ¿Qué es la calma? ¿Se come?
Así que sí, este es un post de perdón y justificación, pero también de puro desahogo. No he muerto, no me he ido… simplemente me ha absorbido ese tornado cotidiano llamado “vida adulta con bebé, estudios, curro y pareja incluida”. Y todo esto intentando mantener cierta dignidad y sin convertirme del todo en un gremlin emocional.
Gracias por seguir ahí. Si es que alguien sigue. Y si no, pues me lo digo a mí misma: lo estás haciendo lo mejor que puedes, reina. Y eso ya es mucho.
Besos indignantes… de una madre, estudiante, pareja y mujer en modo supervivencia.